Opinión

Nos merecemos que Pep no vuelva jamás

Pep Guardiola, con su hermano Pere, acudiendo a jugar a golf

Pep Guardiola, con su hermano Pere, acudiendo a jugar a golf / Javi Ferrándiz

¿Por qué narices se fue Pep Guardiola del Barça, y por qué narices no ha vuelto? La respuesta sincera a esta dolorosa pregunta sirve para explicar el lento pero tozudo viaje hacia ninguna parte del club blaugrana en la última década. Basta una visita anual de Pep a Barcelona para que volvamos a darnos cuenta de la dimensión del disparate: el mejor entrenador que ha dado el fútbol ha desarrollado lo mejor de su potencial y ha ganado la mayoría de títulos fuera del Barça, en un exilio absurdo que certifica la incapacidad del club para mantener su propio talento.

La explicación oficial a la salida de Pep aquel lejano 2012 sigue siendo que se había “vaciado”, pero la literalidad de sus palabras han servido para esconder durante años la inconfesada causa real de su marcha: el profundo malestar del entrenador con aquella nueva directiva de Sandro Rosell, que entró cargándose de golpe a Txiki Beguiristain y a Johan Cruyff, su persona de confianza y su padre espiritual. Rosell entró al club con afán revanchista, priorizando una guerra civil en lugar de una acción de gobierno, y por eso trató a Guardiola desde el principio como un sospechoso cruyffista. Pep entendió que en este contexto iba a quemarse irremediablemente y optó por irse contando una verdad a medias por el bien de todos.

En su primer exilio alemán, algunas plumas al servicio del poder le reprocharon por encargo su comportamiento con Tito, en una de estas repugnantes máquinas de fango blaugranas que casi es mejor olvidar. El entorno de Bartomeu siguió obsesionado con los éxitos de Pep en el City, que se encargaban de minimizar, y en lugar de estar orgullosos de sus éxitos, siguieron la vieja tradición de tratarlo como a un enemigo. Hasta que llegó Laporta, amigo de Pep y convencido cruyffista, pero que tampoco ha podido ni siquiera tentarle.

Guardiola, entrenador del City

Guardiola, entrenador del City / efe

La frustración

La frustración al comprobar que Pep tampoco vendrá esta vez ha provocado que cierto laportismo le reproche ahora que no acuda al rescate de la entidad. Hay quien piensa que Guardiola debería dejarlo todo y volver para salvar al Barça, pero hace unos días lo dejó claro para siempre: “Las puertas están cerradas”.

Pep no volverá por la misma razón por la que se marchó: porque está harto de todos nosotros y de nuestras guerras civiles, de los presidentes que han fingido quererlo pero que en realidad lo han utilizado, de un entorno que se transforma en una trituradora y de un club que a sus eternas crisis diarias por cualquier nimiedad le ha sumado ahora una situación económica crítica que le impide ser competitivo.

Añádanle si quieren la injustificable marcha de Messi, el triste exilio en Montjuic o el malestar del entorno de Xavi con periodistas afines a él. Pep quiere al Barça con locura, pero lo quiere como a la familia que dejó un día mientras se tiraban los trastos por la cabeza en la adolescencia de su propia carrera.

El Barça es su casa, cierto, pero legítimamente ya no le apetece volver, porque ha descubierto que en el mundo hay otras casas mejores donde corre el aire, no hay guerras civiles y la gente es feliz. Entre los que le empujaron a marchar, los que quisieron difamarlo, los que le envidiaron y los que solo le quieren si está con ellos, nos merecemos que no quiera volver jamás. El infame trato que el Barça ha dispensado a dos leyendas como Guardiola y Messi prueba que, más allá de quien lo gobierne, el club tiene un irresoluble problema estructural que tiene que ver con su propia forma de gobernarse. El problema no es Pep, somos nosotros mismos.