Ayer pude confirmar el masoquismo futbolístico que sufro. Justo antes de que las campanas tocasen las nueve, en Cadaqués el tiempo era plácido: al mar no parecía inquietarle mucho la final de la Champions, la temperatura era de lo más agradable y en la terraza del Bar Set tocaban música en vivo. ¿A quién se lo ocurre escapar de tal oasis para ir a sufrir innecesariamente? Pues a mí. No solo me flagelé yendo a ver un partido que desde un principio tenía ya un resultado anunciado, sino que, para rematarlo, tuve que vivir tal tortura junto a una madridista que gozaba del sufrimiento ajeno.

Ver una final del Madrid es ser masoquista (leer noticia)