El Tourmalet

Un Tour de caravana

Tourmalet por Sergi López Egea.

Tourmalet por Sergi López Egea. / EPC

Sergi López-Egea

En caravana y con caravana… así se ha vivido este inicio de Tour con sabor italiano, con afición distinta, con costumbres diferentes a las francesas, que ojalá no cambien en un futuro. Porque el Tour nazca en Francia, lo haga en Italia o en Barcelona, dentro de dos años, sigue siendo un fenómeno de masas, miles de personas que se acercan a la carrera, para vivirla y conocerla más allá de su pasión por el ciclismo, porque lo que realmente vale, por encima de las bicis y sus protagonistas, es el espectáculo que rodea a la carrera y que, de hecho, lo crean los propios aficionados.

En caravana se va al Tour por carretera y con esos ilustres trastos blancos que son casas móviles, que se mueven lentamente sobre todo cuando ascienden por un puerto en unos Alpes que llegan en apenas dos días, lo nunca visto con un Galibier que siempre se reservaba para el momento caliente de la prueba y no como el aperitivo que toman los italianos a eso de las 6 de la tarde con su Aperol o proseco mientras engañan al estómago con cualquier mínima exquisitez.

Un parking como un campo de fútbol

Son los mismos que sorprenden por muchos Tours que se lleven a la espalda cuando se trata de sortear con el coche el recinto de la meta del Tour en Rímini. En un descampado, a apenas dos kilómetros de la llegada, aparece un inmenso parking, como un campo de fútbol lleno de autocaravanas llegadas de todas partes, aunque principalmente desde Francia para vivir en directo el día más grande en la vida deportiva de Romain Bardet, el chico sonriente con cara de no haber roto nunca un plato, el deseado por todos los franceses y quien a los 33 años ha cumplido el sueño de vestirse con el ‘maillot’ más preciado del ciclismo mundial, de amarillo, por supuesto.

Son centenares de caravanas que desde finales de junio y durante julio recorren la geografía del Tour al margen de los países por los que transita la carrera, principalmente Francia y, de vez en cuando, como ahora, sus vecinos del norte, este, sur y oeste. Llegan a la meta, aparcan allí donde los dejan, colocan las banderas de su equipo admirado o del lugar que representan, país o región francesa, y hala a disfrutar del Tour, de los corredores a los que apenas ven, si acaso 30 segundos si marchan en pelotón agrupado a 40 por hora.

Luego llega la noche, hora de compartir la cerveza y apenas dormir con el ruido de las discotecas al aire libre que deambulan libremente por la playa de Rímini hasta entrada la madrugada.

Un traslado tormentoso

Y es hora también para recordar el más tormentoso traslado del Tour que se recuerda, entre Florencia, donde los aficionados desbordan la zona acotada de la carrera, y Rímini, atravesando la Toscana y la Emilia-Romaña por una autopista con carriles cortados por obras, aunque sea sábado y no se vislumbre ningún operario, y un ejército de coches que avanza lentamente, cuando puede hacerlo, hasta las posiciones de las hamacas y las playas, que casi siempre son de pago.

Algunas autocaravanas llegan a Rímini sin apenas tiempo de ser testigos de la gloria de Bardet, casi sin tiempo para el almuerzo y para imaginarse más que para verla cómo ha sido la victoria de la primera etapa.

Por la noche con el sonido de una música no deseada, agotados por el traslado, los caravanistas harán planes de futuro, de un futuro que ciclísticamente terminará el 21 de julio en Niza y no en París, pero que contempla la visita a los Alpes y los Pirineos y sobre todo la ocasión de obtener direcciones de campings o simplemente zonas en las carreteras donde aparcar la autocaravana y, por fin, presenciar el paso de los coches publicitarios que preceden al pelotón y luego la llegada de las estrellas con sus veloces bicicletas. ¡Pero que pare la música que hay que dormir!