Pues sí, Nadal, ¡viva Nadal!

Nadal jugó una final inmaculada para alzarse con su undécimo Roland Garros

Nadal jugó una final inmaculada para alzarse con su undécimo Roland Garros / EFE

E. Pérez de Rozas

E. Pérez de Rozas

Poco antes de que diese comienzo el Gran Premio de Canadá de F1, repleto de héroes. La semana antes de que los mejores pilotos de MotoGP se vuelvan a citar en el Circuit de Catalunya con motivo del Gran Premio de Catalunya y reanuden su heroica pelea por el título mundial de la máxima categoría. Días antes de que en la lejana Rusia dé comienzo el más grande acontecimiento de todos, la Copa del Mundo de fútbol, con las estrellas que el mundo entero adora durante todo el año, Rafael Nadal Parera, el más grande deportista que jamás dio España, volvió a conquistar el torneo de Roland Garros.

Lo peor de la victoria de Nadal es que ya casi nadie le da importancia. Y si uno mira la edad de la estrella de Manacor y la de Dominic Thiem, su rival austriaco en la final, se dará cuenta de la auténtica animalada, perdón, animaladas que está protagonizando este caballero del deporte. Thiem ha dicho, con el trofeo de consolación en sus brazos (trofeo que le distingue, todo hay que decirlo, como el mejor de los humanos en tierra batida), que “cuando tú jugaste la primera final y la ganaste, yo te veía en televisión y, la verdad, jamás pensé que podía acabar aquí, en la pista central de Roland Garros, disputándote el título”.

Pensar que lo de Nadal, en tierra, en cemento o en hierba, es normal, es decir una enorme injusticia. Solo hay que ver dónde están el resto de rivales del mallorquín para entender que lo suyo, superadas decenas de lesiones (algunas de las cuales eran de pronóstico feísimo), es único, ejemplar, pues ni siquiera Roger Federer quiso medirse con él en tierra, reservándose para la hierba de Wimbledon. Acuérdense Murray, Djokovic, Wawrinka…

Nadal, que solo ha perdido un set en este torneo, volvió a protagonizar una final inmaculada, digna del campeón que es y, sobre todo, digna del tenista dominador que es en todo tipo de superficie. A Thiem, como le había ocurrido a otro ‘monstruo’ como Juan Martín del Potro, se le apareció el Everest cuando Nadal le ganó el primer set, una manga que el austriaco tuvo a su alcance, como la tuvo, aún con mayores posibilidades de rotura, el argentino. Y una vez llegado ahí, es decir, a la primera derrota del partido, la montaña que supone Nadal, su agresividad, su tenis y su cabeza de acero hizo el resto.

El corazón se nos encogió a todos cuando, lamiendo ya la gloria, el triunfo, una nueva proeza, vimos que Nadal, no solo se quejaba del dedo corazón de su prodigiosa mano izquierda, sino que le comentaba a su equipo técnico y familia que se le había agarrotado la mano, que la tenía acalambrada y que temía lo peor. Lo peor lo temíamos sus seguidores y, sobre todo, lo temía el mundo del tenis pues podía que, tras semejante exhibición, uno de los mejores tenistas de todos los tiempos tuviera que entregar el premio al chavalito que, sin duda, ocupará su trono pronto, muy pronto, aunque tratándose de Rafael Nadal Parera, ni se sabe.

Lo cierto es que Nadal siempre está, siempre aparece, siempre se le espera, siempre se recupera, siempre lucha, siempre gana, siempre cumple. Es, sin duda, uno de los grandes ejemplos del deporte mundial. Y la impresionante, sincera y larguísima ovación que le dedicó 

el todo Roland Garros lo demuestra.