Gimnasia

Simone Biles es tan diosa como humana: adiós a los Juegos con tres oros y una plata

La gimnasta estadounidense se repone de su caída en la barra de equilibrio para alcanzar la plata en la final de suelo tras dos salidas de pista. Se va de París con cuatro medallas, tres de ellas de oro

Simone Billes dice adiós a París 2024 con una caída inesperada

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"No sabía que podía volver a hacerlo". "No quería que me vieran lo derrotada que estaba". "Yo sólo oía silencio. Como si estuviera sorda". "Me sentía avergonzada". Todas esas frases retumbaron dentro de Simone Biles cuando tuvo que abandonar los Juegos de Tokio. Se levantó. "Porque yo quería acabar a mi manera". Y en París, donde pudo dar portazo a tantos miedos, donde tuvo que reponerse a una caída en la final de la barra de equilibrio y a dos salidas de pista en la final de suelo que le costaron dos oros cuando volvían a obligarle a que fuera una diosa, solo una diosa, no "una simple chica a la que le gusta dar volteretas", sonrió otra vez.

Biles, tras su última plata en suelo, se va de París habiendo ganado tres oros. Siete en una carrera que ella, ya con 27 años, nunca hubiera imaginado larga. En 72 años, nunca una gimnasta estadounidense con esa edad había competido en unos Juegos. Le dirán a Biles que, a sus 27 años, se ha quedado a dos oros de la exgimnasta soviética Larisa Latynina y de su compatriota, la nadadora Katie Ledecky, todas ellas con nueve metales dorados. Ninguna mujer tiene más que ellas. Pero quizá esto no vaya tanto de las condecoraciones, sino de levantarse. Cuantas veces haga falta.

Antes de que Biles se precipitara desde la viga de equilibrio para ver cómo su cuerpo dejaba de levitar para tocar la tierra (acabó quinta), y de que los jueces la castigaran en su dificilísimo ejercicio de suelo después de salirse dos veces con ambos pies (se quedó con la plata y por detrás de la fabulosa brasileña Rebeca Andrade, oro), Erica, invisible para deportistas, periodistas y espectadores, empujaba un contenedor de basura en uno de los accesos del Bercy Arena.

Allí, en ese monumental pabellón con bola de discoteca, Biles ha oficiado cinco misas, la última este lunes, y con sesión doble. Erica miraba con curiosidad a los que pasaban dispuestos a ver otra lluvia de oros para la gimnasta de Ohio. Una señora llevaba una camiseta con la bandera de los Estados Unidos. No sería tan estrafalario si no fuera a juego con sus pendientes de brillantes, su cinta de pelo, sus calcetines, sus zapatos, su bolso, y hasta su color de uñas. Las barras y estrellas por todos lados. Erica no se atrevía a reírse. Tenía a su jefe cerca, y debía continuar arrastrando el enorme cubo de basura verde para que las 20.000 personas que vivieron quién sabe si los últimos ejercicios de Biles en unos Juegos se acordaran de dejar allí los desperdicios.

Erica, con el polo verde de trabajo, se acercó al periodista, y le preguntó lo mismo que se pregunta todo el mundo en ese mismo lugar. "Usted también va a ver a Biles, ¿no? El otro día la vi. Pero no dentro, eh. Pasa por aquí cuando se va". Interesado quien aquí escribe por si había tenido manera de que alguien le cediera un lugar para verla desde dentro, Erica respondió: "¿Y quién recoge todo esto?". Se dio la vuelta, se llevó el cubo con ruedas y dio la espalda al templo de Biles. "Ya la veré luego con el móvil. Ella siempre gana, ¿no?", se despidió. No sin antes volver a echar un vistazo a la señora de la bandera. Y a la puerta del pabellón.

Inspiración

Los iconos del deporte tienen eso. Provocan en las personas sensaciones muy particulares que tienen más que ver con la realidad que persigue a cada uno que con el deportista en sí. Los que llevan el sentimiento nacionalista dentro, emplean el cartel de Biles para convertirse en banderas andantes. Y quienes las pasan canutas, en el deporte o en la vida, ven en Biles una inspiración para seguir adelante. Ver a alguien ganar, pero sobre todo levantarse, siempre ayuda.

Biles sobrevivió a un depredador sexual. Fue una de las 70 niñas de las que abusó Larry Nassar, quien fuera médico de la la Federación de Gimnasia de los Estados Unidos. Y cuando su cabeza, en los Juegos de Tokio, comenzó a desconectarse de su cuerpo, y en plenos saltos, dijeron de ella que, en realidad, tenía miedo al fracaso.

En París, Simone Biles llegó mucho más lejos de lo que hubiera podido esperarse de alguien que pasó tanto tiempo intentando reencontrarse. Que se pasó semanas pisando el gimnasio sólo cuando se veía con fuerzas, y sin llevar al límite su cuerpo, sino para estar junto a sus compañeras. Biles, de todos modos, regresó a unos Juegos ayudando a su país a ganar el oro en la final por equipos. A ese reencuentro con el metal más preciado le siguió su éxito tanto en el concurso completo como en el salto, donde su cuerpo mostró todo su potencial con ese Yurchenko doble carpado que le dará miedo hasta el último día que lo intente. Quién sabe si volverá a hacerlo.

Pero estos Juegos le guardaban una pequeña mueca, una advertencia de que ser humana conlleva riesgos. En la barra de equilibrio, el aparato donde había arrancado la medalla de bronce tanto en Río como en Tokio (entonces, fue su única individual tras el colapso), no pudo ser un ángel. Se cayó y la sonrisa mutó en pesar. En el suelo, sus pies se escaparon en dos diagonales. Prefirió ser valiente, y lo pagó. Pero, con su última plata ya colgada al cuello, y mirando con ternura a la ganadora Rebeca Andrade, Biles ya no encontró más motivos para esconder su sonrisa.

De hecho, acabó la jornada abrazándose con fuerza a su compañera de equipo Jordan Chiles, siempre tan emotiva, que en la última curva y tras una reclamación arrebató el bronce a las rumanas Ana Barbosu y Sabrina Maneca-Voinea.

Biles dijo adiós encaramándose por última vez al podio, aunque esta vez sobre el segundo cajón y con esa misma sonrisa que iluminó París en uno de los regresos más icónicos de la historia del deporte. Desde allí, con 41 medallas entre Juegos y Mundiales, se la vio gigantesca.