Opinión | Apunte

La inauguración de los Juegos vive un gran final tras el despropósito

Carl Lewis, Rafa Nadal, Nadia Comaneci y Serena Williams, portadores de la antorcha.

Carl Lewis, Rafa Nadal, Nadia Comaneci y Serena Williams, portadores de la antorcha. / Ap

Disponía París de la mejor postal posible. La más bella. Pero la convirtió en cutre caricatura, mojada y acartonada, el día que debía mostrar su magnificencia al mundo. Hasta que asomó en su tierra prometida Rafa Nadal, a quien Zidane le cedió la antorcha; Nadia Comaneci, la mujer 10; Carl Lewis, el hombre que desafió al viento; o Serena Williams, que redefinió las leyes del tenis. Y no hubo más remedio que conceder el perdón. Más aun al ver cómo, en los primeros Juegos de la paridad, una mujer y un hombre, la atleta y triple medallista olímpica Marie-José Perec, y un hombre, el judoca y tres veces oro olímpico Teddy Riner, encendían el fuego antes del emotivo colofón de Céline Dion.

La ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos, los primeros en ser sacados de un estadio, fue un despropósito hasta que la cantante canadiense, aquejada de una enfermedad neuronal y cantando cuatro años después, y las leyendas del deporte salvaron el desaguisado.

Los deportistas, calados hasta los huesos y con el castañeo de dientes al compás de la música, tiritaban. Y lo hacían antes del inicio de la competición de sus vidas, subidos en barcos y barquitos rellenados sin ton ni son –algunos eran compartidos por cinco o seis países, en otros iban una décena de deportistas y gracias–, y con el Sena subiendo tanto su nivel de agua que más les valía que llegaran cuanto antes a Trocadero. 

Allí, ante la Torre Eiffel, los Jefes de Estado se tapaban como podían con plásticos. No había para todos.

Mientras, los 300.000 espectadores que, con toda la ilusión, esperaban desde la orilla y las gradas montadas en el Sena presenciar un espectáculo memorable después de pagar lo suyo –un aficionado valenciano presumía de haberse dejado 913 euros en una entrada–bastante tenían con buscar refugio. El puente de Alejandro III, con cuatro luces, era uno de ellos. Al menos allí no se apagó ninguna pantalla gigante, como sí ocurrió en Trocadero.

Hubo momentos apreciables. Como el homenaje a su literatura, a las mujeres que han hecho historia en Francia o los guiños al movimiento LGTBI. Pero el ritmo de la ceremonia fue nulo durante el pesado periplo de los barcos. No lo salvaron Lady Gaga, desubicada como cabaretera y cantando en francés, o Aya Nakamura, que puso cara de no entender nada cuando acabó su baile bajo la lluvia.

Todo se aceleró en la última hora. Hubo guateque discotequero eurodance de vaso largo –del Freed from Desire de Gala a Gigi D’Agostino mientras Édit Piaf se retorcía en su tumba de Père-Lachaise–.

Pero la mofa acabó a tiempo. Francia siempre supo cuándo ser grande. Lo hizo al final.