Crítica de 'Las jaurías': energía oscura y una intriga altamente efectiva

Los bajos fondos de Casablanca son un lugar en el que cada interacción es una transacción y cada favor genera una deuda, en el que los hombres tienen el rostro surcado de grietas que prologan historias de violencia, en el que la ley de la calle entra en conflicto con la de Mahoma, y en el que el ser humano es más fácilmente desechable cuando está vivo que cuando ya es un cadáver. Allí transcurre la ópera prima del marroquí Kamal Lazraq, una intriga simple pero altamente efectiva en la que un delincuente de medio pelo y su hijo se ven embarcados en una odisea nocturna a través de depósitos de chatarra, patios traseros y gasolineras para deshacerse de un cadáver. Todos sus planes fallan, y todos generan nuevos problemas, ya sean estos mecánicos, causados por la policía o basados en el sentido del deber religioso; cada paso que dan les plantea cuestiones relacionadas con la masculinidad, la ética o la responsabilidad parental, y los sume un poco más en la indignidad. 

‘Las jaurías’ avanza rápida, combinando momentos conmovedores con otros trufados de humor negro, asomándose al terreno de la farsa pero sin adentrarse en él. Es una película que exuda una energía oscura y amenazante, a través de la atmósfera húmeda de la que se envuelve, de los intercambios verbales fríos y secos, y de esa cámara en mano que hace oscilar las facciones de los actores entre las sombras, delatando el peligro que acecha en la penumbra.