El fin del dominio inglés

Hace 70 años, Inglaterra entendió que el fútbol ya no le pertenecía

Dos partidos icónicos, contra Estados Unidos y Hungría, le ayudaron a comprenderlo

En Wembley, Inglaterra y Hungría saltan al terreno de juego, antes de un duelo que cambiará la historia del fútbol

En Wembley, Inglaterra y Hungría saltan al terreno de juego, antes de un duelo que cambiará la historia del fútbol / EFE

Carlos Martín Rio

Carlos Martín Rio

Cuando se celebraron las tres primeras ediciones del Mundial, (1930, 1934 y 1938), las federaciones del Reino Unido ni siquiera eran miembros de la FIFA. Aunque habían formado parte de ella, las desavenencias parecían insalvables. “Preferimos gestionar nuestros asuntos a nuestra manera”, justificó el entonces vicepresidente de la federación inglesa (FA), William Pickford, en un alarde insular que ha llegado hasta nuestros días en forma de Brexit.

Desde que protagonizaron el primer partido oficial entre selecciones de la historia del fútbol (un 0-0 en Escocia, en 1872) los internacionales ingleses pasaron décadas sin jugar más que contra sus vecinos. Mientras, más allá del Canal, y también al otro lado del Atlántico, el fútbol florecía y aprendía otros idiomas. Los ingleses disputaron sus primeros partidos oficiales lejos de las Islas en 1908, en una gira de fin de temporada por el Imperio Austrohúngaro saldada con goleadas. Paseaban así su superioridad por Centroeuropa, que en tiempos de paz moldearía el fútbol hasta convertirlo en un artefacto que ni sus padres reconocerían.

Se empezaron a producir, sin embargo, algunas excepciones. Una de ellas, con España como protagonista: el 15 de mayo de 1929, la joven selección española, con escasos nueve años de trayectoria, venció a los ingleses por 4-3 en el Metropolitano de Madrid, en la primera derrota que sufrieron a manos de un conjunto no británico. Como explica el historiador Peter J. Beck en su trabajo sobre las relaciones entre la FA y la FIFA, “[las derrotas] se solían achacar a arbitrajes extranjeros, interpretaciones distintas de las reglas, terrenos de juego irregulares, mal tiempo, demasiados viajes, cansancio después de una larga temporada; en definitiva, factores que evitaban que los jugadores ingleses mostraran su asumida e innata superioridad”. Sin embargo, pronto dejaría de ser suficiente con asumirlo; habría que empezar a demostrarlo. Tras la guerra, y aun con la exigencia de mantener su influencia y su poder, los ‘Three Lions’ volvieron al redil de la FIFA. Brasil’50 les vería por primera vez medirse a las potencias emergentes en igualdad de condiciones.

EL MILAGRO SOBRE HIERBA

Inglaterra había dado algunos tímidos pasos hacia la modernización. En 1946, por ejemplo, nombró a su primer seleccionador: Walter Winterbottom, un ex del Manchester United. La potestad de elegir qué jugadores representaban al país seguía siendo de los despachos, pero Winterbottom iba a tener la oportunidad de actualizar unos métodos algo prehistóricos. Aunque veteranos de prestigio como Stanley Matthews, futuro Balón de Oro, consideraban que no necesitaban que les llenaran la cabeza de conceptos.

El perenne Matthews, Stan Mortensen, Jackie Milburn, Wilf Mannion, Tom Finney, Billy Wright o Alf Ramsey eran algunos de los nombres que formaban parte del primer conjunto mundialista inglés. Una generación dorada. Tras clasificarse con pleno de victorias, llegaron a Río de Janeiro después de un largo viaje y una estancia no demasiado cómodos. Eso no les impidió empezar con un triunfo poco lucido ante Chile (2-0). El siguiente rival, en el Estadio Independência de Belo Horizonte, iba a ser Estados Unidos. Un supuesto trámite al que llegaban sin Matthews, descartado por el jefe del comité seleccionador, Arthur Drewry, un comerciante pesquero sin experiencia futbolística que tenía la última (y única) palabra.

En Wembley, Inglaterra y Hungría saltan al terreno de juego, antes de un duelo que cambiará la historia del fútbol

En Wembley, Inglaterra y Hungría saltan al terreno de juego, antes de un duelo que cambiará la historia del fútbol / SPORT

Los estadounidenses se habían plantado en Brasil después de una larga travesía en barco con un equipo de semiprofesionales que se sacaban un extra con el fútbol; entre ellos, un lavaplatos, un trabajador del textil, un cartero o un chófer de coches fúnebres. Este último era el meta Frank Borghi. “Lo que deseaba es que se quedaran en cinco o seis goles”, explicó más tarde. Sin embargo, se convirtió en un muro.

Los ingleses empezaron fuertes y sus ocasiones se sucedieron. La madera y Borghi mantenían el equilibrio en un marcador que no reflejaba lo que se veía sobre el césped. Mucho menos cuando, en el minuto 38, un maestro de escuela centró un balón que un lavaplatos se las apañó para desviar lo justo; Walter Bahr para Joseph Gaetjens, que marcaba el 1-0. Quedaba un mundo por delante, un asedio para Borghi. Pero el tanteo ya no se movería. Resulta poético que la última ocasión inglesa fuera una falta botada por Alf Ramsey, el mismo que 16 años después acabaría con el trauma que empezaba, al darle, desde el banquillo, la Copa del Mundo a su país. El triunfo norteamericano quedaría como una de las mayores sorpresas de siempre, peo no impresionó a sus compatriotas. Sólo cuando el soccer se puso de moda, con el Mundial de EE.UU,’94, la hazaña se bautizó como el ‘milagro sobre hierba’.

EL PARTIDO DEL SIGLO

Tras la prematura caída en Brasil, los ingleses supieron que la adaptación al nuevo entorno sería mucho más dura de lo que se preveía. Un camino que tuvo otro punto de inflexión en 1953. Aquel año, el fútbol no cambió para siempre; ya lo había hecho mucho antes, sólo que no fue hasta entonces que los ingleses se dieron cuenta. El 25 de noviembre de aquel año, Hungría, una campeona olímpica con 29 partidos de imbatibilidad a sus espaldas, llegaba a Wembley con un fútbol nuevo, articulado desde premisas que, precisamente, ponían de manifiesto las carencias inglesas. En lo físico, el seleccionador Gusztáv Sebes, ejecutor del plan deportivo del Gobierno comunista, apostaba por un régimen de entrenamiento ordenado y regular. En lo táctico, mataba la WM (preferida por Inglaterra y hoy rediseñada por Guardiola) en favor de una formación de movilidad constante. En lo individual, creía en futbolistas polivalentes. El plan, ejecutado con precisión por un equipo en el que se acumulaba el talento individual, se confirmó. El resultado fue devastador. Mientras los ingleses aún se cruzaban miradas ante el físico atípico de Puskás, Nándor Hidegkuti ya había marcado el primero de sus tres tantos. La defensa inglesa, obligada a saltar de su posición persiguiendo números que se movían en un orden extraño, cayó en la emboscada. El propio Puskás metió otros dos. El otro fue obra de Bozsik. Tomaron Wembley con un 3-6, resultado corto, en lo que se recordaría en Gran Bretaña como ‘El Partido del Siglo’: la caída había sido rotunda y, sin embargo, bella.

Las consecuencias de aquella derrota durarían años, pero la asunción del problema fue instantánea. No hizo falta demasiado análisis para entender lo que acababa de ocurrir. Las evidencias se confirmaron en mayo de 1954, a las puertas del Mundial de Suiza, cuando Inglaterra cayó por 7-1 en un nuevo amistoso ante Hungría, esta vez jugado en el Népstadion de Budapest. Antes de su muerte, en el 2000, Stanley Matthews resumió a la perfección lo sucedido con los magiares: “Mucho antes del pitido final, la gloria de nuestro pasado futbolístico había quedado enterrada”

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